sábado, 25 de junio de 2022

El Plan B del peronismo

 Como Alberto Fernández le confesó a Jorge Fontevecchia en la primera entrevista que le concedió a este diario, él se define como un socialdemócrata más cercano a la cultura hippie que a Las 20 verdades peronistas.


Sin embargo, a dos años y medio de gobierno, esta semana el Presidente terminó de profundizar el giro entre un primer gabinete en el que muchos compartían su perfil ideológico y cultural, y esta peronización actual.

Peronizar. A diferencia de aquel gabinete inicial, éste tiene como jefe de ministros a un caudillo típico del peronismo del interior, como Juan Manzur. También se sumaron Julián Domínguez, Aníbal Fernández, Daniel Filmus y, ahora, Daniel Scioli. Además del regreso de Agustín Rossi. Peronistas todos que, a diferencia del jefe de Estado y de otros funcionarios que ya no están, sí asumen como propias Las 20 verdades. Lo mismo que los ex intendentes Zabaleta, Katopodis y Ferraresi, un peronista enfrentado con La Cámpora.

A un año de la próxima campaña, el Presidente no solo está pensando en cómo sobrevivir al fuego amigo y mejorar su gestión, sino en su futuro político. Parece convencido de que rodearse de peronistas es más seguro que hacerlo con los seguidores de su vicepresidenta.

Según reveló la última tapa de la revista Noticias, él y Scioli llegaron a un acuerdo de palabra por el cual, si el Presidente se presentara en 2023, el ex gobernador lo apoyaría; mientras que, si Alberto desistiera porque no estuvieran dadas las condiciones, entonces le daría el apoyo a su nuevo ministro.

Se sabe que en política todo pueda cambiar mañana, pero los últimos movimientos generaron expectativas en el peronismo no cristinista. ¿Tendría un peronista la posibilidad de asumir en 2023 si AF no tuviera chances de ser reelecto?

Hoy Alberto Fernández dice seguir convencido de que gobernará hasta 2027. Se imagina una campaña en la que podría decir que, aun atravesando una pandemia y una guerra en Europa, su administración terminará con un PBI que habrá crecido casi 10 puntos (unos 5 puntos este año y algo menos el que viene, prevé).

Lo comparará explícitamente con la caída de más de 4 puntos de Macri e, implícitamente, con el PBI del segundo mandato de Cristina, que apenas superó el 0% promedio por año.

Macri: contrincante ideal. En el Gobierno dan por hecho que Mauricio Macri presentará candidatura. Dicen que es información que proviene del entorno íntimo del ex presidente. Pero es más una expresión de deseos.

Creen que, contra él, la actual gestión luciría mejor: proyectan un escenario 2023 en el que mostrarían índices de pobreza, desocupación y crecimiento, que los beneficiaría en la comparación con 2019.

Compita Macri o no, es de esperar una satanización de su figura que será similar a la que, desde la oposición, seguirán haciendo de Cristina Kirchner. La intención es que, aunque ellos no se presenten, su mala imagen derrame hacia el “neoliberalismo salvaje” de algún candidato opositor, y el “populismo corrupto” de cualquier candidato oficialista.

¿Y la inflación?

Es la pregunta más compleja y de cuya resolución dependerá cualquier elucubración política.

Difícil que otros eventuales índices positivos logren disimular el aumento del costo de vida (que este año no bajará del 60%), si no se llega a los próximos comicios con una desaceleración notoria de los precios.

Planes. La reelección sigue siendo el Plan A del Presidente, afirman en su entorno. Pero ya sin repetir la fórmula con Cristina Kirchner. Y no por una cuestión de principios inclaudicables, sino porque consideran que el truco de la fórmula “un moderado como Alberto más Cristina” ya habrá demostrado que no funciona.

En el oficialismo están los que no creen que haya espacio para un Plan B (“Si Alberto no es competitivo, entonces arrastrará al resto.”) y los que creen que sí.

Conservan la utopía de que, aun llegando a las elecciones con una imagen desgastada del Presidente, si la inflación descendiera y la recuperación se hiciera evidente, entonces podría aparecer un heredero suyo como sucesor.

Electoralmente hablando, le suman al sueño 2023 la inauguración del gasoducto de Vaca Muerta como clave energética y las cifras récords del campo.

Su plan B es un Scioli, un Massa o un gobernador que transmita un peronismo dialoguista y menos confrontativo que el de CFK. Además, suponen que un sucesor con esas características le daría previsibilidad al futuro personal, judicial y político de Alberto Fernández.

Venganzas y fórmulas. Piensan bien si lo que están pensando es que, de tener la oportunidad, habría dentro del FdT quienes busquen vengarse de él por considerarlo un “okupa” .

Por lo pronto, Scioli actuará como una suerte de vocero informal del Gobierno que intentará “desestresar los conflictos” internos y aportarle un poco de optimismo a la gestión.

Un ministro de las “buenas noticias” que mostrará obras, anuncios de obras y anuncios de anuncios de obras.

En el reportaje largo de hoy, el ministro tuvo la picardía de recordar que en 2015 le había propuesto a Cristina que fuera Wado de Pedro quien lo acompañara en la fórmula. Un anticipo de lo que Scioli podría pretender.

En el mientras tanto, la peronización del Gobierno es el camino elegido por el Presidente, ya sea para buscar la reelección o para garantizar su futuro. En ambos casos, su principal hipótesis es que iría a unas PASO.

Alrededor de la vicepresidenta dicen ser conscientes de esta jugada, pero entienden que el peronismo “no es tan anticristinista como algunos piensan”. Sostienen que, ejemplo de eso, son los partidos justicialistas que ya comandan, como los de la Provincia y la Ciudad de Buenos Aires, Mendoza, Chaco o Río Negro.

Ellos no están tan seguros de que habrá PASO: creen que todavía puede aparecer una fórmula que integre a los distintos sectores, encabezada por alguien “que encarne las mejores intenciones de este Gobierno y no sus peores resultados”. Igual, las mayores expectativas del cristinismo no parecen estar puestas en las elecciones nacionales, sino en atrincherarse en territorio bonaerense.

La única verdad... electoral. El internismo oficialista sigue transmitiendo inquietud en el peronismo.

En ese contexto hay que leer el lanzamiento de la nueva liga de gobernadores, peronistas. Si bien los títulos periodísticos se centraron en el impulso para ampliar la Corte y debatir la distribución de recursos federales con la ciudad que gestiona Rodríguez Larreta, de lo que se habló en sucesivas reuniones fue en cómo posicionarse internamente ante las próximas elecciones. Y en quiénes y cuándo anunciarán adelantos electorales para separarse de la suerte del Ejecutivo nacional.

Lo curioso es que entre los gobernadores se repitió la misma contradictoria sensación que hace dos semanas rondó el evento de AEA. A la par de una perspectiva oscura sobre el presente y el futuro inmediato, también hubo coincidencias en que en la mayoría de las provincias se nota cierta recuperación económica. Incluso en medio de la persistente inflación, las trabas para importar y la falta de gasoil.

¿Cuál es el país verdadero?

Los herederos de Perón repetirán, como él, la aristótelica sentencia de que la única verdad es la realidad.

Pero en términos electorales, la única verdad es la realidad que la mayoría percibe a la hora de votar.

martes, 8 de diciembre de 2020

En busca de una hegemonía débil (diario Perfil)

 Ilustración: Pablo Temes

Antonio Gramsci se lo llama el marxista de la superestructura porque entendía que el verdadero poder se terminaba de ejercer cuando se lograba una “hegemonía cultural” sobre la población, a través de educación, la religión y los medios de comunicación. Esa hegemonía se lograría cuando la sociedad acepta como cierto y virtuoso el relato emando del poder.   Sus ideas florecieron en el país entre los años 60 y 70 y el kirchnerismo volvió a rescatarlas, especialmente con los gobiernos de Cristina Kirchner. Esa lucha por la hegemonía cultural se llamó entonces “relato” y trató de construir una épica cuyo centro de gravedad era la figura de la ex Presidenta. Con reminiscencias al mito de Evita (combativa, amada por el pueblo y enfrentada con el “verdadero poder”), el cristinismo supo construir un relato propio que abrevó en los derechos humanos y las “luchas setentistas” (en un aggiornamento light, posmoderno). Y, siguiendo a Gramsci, intentó instaurarse a través de los claustros, las tribunas y los medios de comunicación propios. 

Los ideólogos cristinistas de esta teoría creen que es la superestructura la que condiciona a la estructura y rememoran los mega actos públicos del Bicentenario como el punto culminante que tuvo esa construcción. No se trataba de simples tácticas electoralistas. Trataron de conquistar una nueva hegemonía cultural.

Nunca lo terminaron de lograr, pero sí consiguieron desarrollar una narrativa propia y potente que fue aceptada como real por un porcentaje importante de la sociedad (¿20 / 30%?). Sin embargo, del otro lado subsistió un antimito, el relato que sataniza todo lo que Cristina representa y que es asumido como real por otro porcentaje similar de argentinos. Antimitos. En los años 70 el sociólogo Juan Carlos Portantiero, uno de los mayores estudiosos de Gramsci, interpretó que existen momentos en los que conviven dos hegemonías en pugna, sin que ninguna de las dos se termine de imponer sobre la otra. Lo llamó “empate hegemónico”: “Cada uno de los grupos tiene suficiente energía para vetar los proyectos de los otros, pero ninguno logra las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría”. Portantiero (que militó en la Juventud Comunista y terminó siendo asesor de Alfonsín) señalaba que ese empate hegemónico se inició con el golpe de Estado a Perón de 1955 y entendía que los triunfos electorales no implicaban necesariamente la consolidación de un nuevo relato. Se podría decir que, con atenuantes y dictaduras de por medio, ese empate hegemónico llegó hasta el presente. El problema de fondo no es el duelo eterno de dos culturas, sino que se trata de culturas que se presentan como excluyentes. Ganar es derrotar a la otra. Son dos mitos que se construyeron en función del anti (anti peronistas, anti gorilas) y cuya función consiste en boicotear todo lo que proviene del otro y defender, como sea, todo lo propio. Si unos dicen que la mejor vacuna es la rusa, los otros dirán que es la británica. Si dicen que la cuarentena sirvió, los otros dirán que fue el mayor fracaso mundial. Si los otros robaron, los otros responderán que los otros robaron más. Un juez puede ser valiente o una pieza más del lawfare, de acuerdo a quién condenó y a quién absolvió. Hasta los actores son mejores o peores según de qué lado del relato estén. Con los cantantes, periodistas, deportistas e intelectuales, pasa lo mismo. Incluso con los médicos. Antifrágil. 

Puede ser que la paridad de fuerzas permita que ambas culturas sigan vivas, sin terminar de excluirse mutuamente. Lo que no puede ser, es que eso sirva para madurar y crecer. Una hegemonía fuerte versus otra hegemonía fuerte da como resultado una sociedad frágil. Y una sociedad frágil produce un país pobre, siempre a tiro de girar 180° según la hegemonía dominante en cada momento. Lo impredecible genera desconfianza y la desconfianza, subdesarrollo. El empate hegemónico es la representación teórica de la grieta, y simboliza en sí mismo el fracaso de los dos sectores en pugna. Al ser una pelea de suma cero, que ninguno haya ganado significa que ambos perdieron. Pero, al mismo tiempo, ese fracaso argentino creó las condiciones para el nacimiento de un relato superador. Un relato hegemónico débil: menos mitológico, más abarcativo, más abierto a sumar “verdades” de los otros dos relatos sin que resulten excluyentes. 

Que deconstruya los pensamientos hegemónicos fuertes, los desantifique y desatanice. Una hegemonía débil que de como resultado un país fuerte. Antifrágil. Si esas condiciones no existieran, hoy estarían gobernando Macri o Cristina. Antigrieta. Pero lo cierto es que gobierna alguien a quien la ex Presidenta debió recurrir para regresar al poder, precisamente porque se trataba de un crítico tanto del relato macrista como cristinista. El principal líder de la oposición, Rodríguez Larreta, simboliza lo mismo. Igual que una gran parte de los gobernadores. 

Cuando esos líderes representativos de una hegemonía débil se mostraron unidos para enfrentar la pandemia, el nivel de adhesión que obtuvieron llegó al 70%. Una mayoría social no sólo no repele la antigrieta, sino que celebra cuando sus representantes tienden puentes entre sus bordes. Hoy, en el oficialismo y la oposición no sólo se vive el empate eterno entre los dos relatos hegemónicos fuertes de la Argentina. También se está dando el choque interno en cada sector entre esos relatos fuertes y una nueva hegemonía débil que pugna por imponerse. Uno de los mayores teóricos del relato cristinista explica que la síntesis que puede surgir entre los relatos que encarnan Alberto Fernández por un lado y Cristina por otro, llegará de la mano del peronismo: “El peronismo aparecerá como un relato integrador en el marco del objetivo de mantener la unidad.” Este funcionario imagina que el inminente plan masivo de vacunación contra el Covid, “que sume a médicos, enfermeros y al Ejército”, sería una oportunidad para escenificar una nueva narrativa que al menos aune a ese sector.   En la oposición convive el relato macrista que hizo una apología de lo nuevo (simbolizado de forma extrema cuando reemplazó a los próceres por animalitos en los billetes), con la mirada más tradicional de la política que expresan el radicalismo y los herederos macristas del desarrollismo y del peronismo. Larreta aparece como una síntesis superadora de ambos relatos. Incluso su principal oponente, Patricia Bullrich, representa un mix entre Duran Barba-Marcos Peña y el radical-peronismo macrista. Estadistas. 

Si este empate técnico que también subsiste en el oficialismo y la oposición se resolviera en favor de dos formas hegemónicas más débiles (con menos anticuerpos para repeler al otro), entonces podría surgir un relato mayoritario no excluyente, con menos verdades absolutas, más fácil de asumir como propio por una mayoría social. E implicaría una síntesis superadora de un conflicto social que lleva décadas. Pedir que haya líderes capaces de producir cambios históricos revolucionarios es una fantasía propia de los relatos hegemónicos fuertes. Una jactancia del individualismo.

 Lo que sí se puede pedir es que haya líderes políticos que tengan la sensibilidad suficiente para entender el nuevo clima de época y se animen a corporizarlo. A estos se los llama estadistas. 

domingo, 18 de junio de 2017

Malditos peronistas



En esta época del año, los peronistas se encuentran en plena etapa de reproducción. La ciencia demostró que este comportamiento no guarda relación con los primeros fríos invernales, sino con la excitación que les produce el ciclo bianual de las elecciones. En eso el General tenía razón, constituyen un tipo similar a los felinos: parece que se están peleando cuando se los oye gritar, pero en realidad hacen lo que deben para preservar la especie.
  El Ser peronista es una incógnita para el mundo y para los propios argentinos. El justicialismo es la mayor fuerza política desde hace setenta años. Llegó a la Casa Rosada en 1946 sin saber que era peronista, con la inspiración de un militar surgido de un golpe. Se convirtió en partido en el poder, en medio de la posguerra, de un gobierno con abundantes recursos económicos y un Estado de bienestar que dio futuro a los más humildes y el voto a las mujeres.
Desde entonces, representó la alianza socioeconómica entre la mayoría de la clase trabajadora y sectores altos de la sociedad (industriales, agropecuarios o financieros, según el momento histórico), a la cual se sumaron espasmódicamente estratos medios, como cierta pequeña burguesía durante los años 70 o el kirchnerismo.
Soportó persecuciones, golpes militares, mudanzas ideológicas y fracasos de gestión. Cuenta en su haber con un presidente exiliado (Perón), otro preso (Menem) y una multiprocesada (Cristina). Ganó infinidad de elecciones y perdió tres para presidente (contra Alfonsín, De la Rúa y Macri). Ahora es oposición, un estadio que suele estresar y angustiar a los peronistas.

El eterno retorno. Si no fuera por que el peronismo es de por sí cinematográfico, la escena de la última semana habría llamado más la atención: un peronista como Alberto Fernández en conferencia presentando los avales de un candidato peronista como Florencio Randazzo para competir en territorio bonaerense contra una peronista como Cristina Kirchner y otro peronista como Sergio Massa, con quien hasta hace poco Fernández hacía campaña.

Estamos tan anestesiados de peronismo que quizá se pasen por alto detalles que a un extranjero le sonarían increíbles. Como que todos ellos formaron parte del mismo gobierno, un kirchnerismo al que defendieron con uñas afiladas.

Alberto F. es el vértice perfecto de esta extraña diáspora. Fue jefe de Gabinete de los dos Kirchner. Lo fue cuando Cristina era presidenta, Randazzo ministro y Massa titular de la Anses. El propio Massa luego sucedió a Alberto F. en el cargo.

Una presidenta, dos jefes de ministros, un ministro de Interior que luego sumó Transporte. No eran personajes secundarios. Fueron parte esencial del fenómeno K y responsables, necesariamente, de sus éxitos y desbandes. Lo fueron por los altos cargos que ocuparon, pero también por el grado de exposición mediática que tuvieron y por la vehemencia con la que defendieron a esos gobiernos. Una vehemencia que en algunos casos alcanzó un peligroso nivel de agresividad con quienes pensaban distinto. 

Mientras estuvieron unidos en el poder nunca se los escuchó críticos. Ninguno denunció casos de corrupción, no vieron algo sospechoso, una comisión en una obra pública, un bolso con pesos, un Jaime, Cristóbal, Lázaro, ni un José López. Fueron furibundos defensores cuando medios como este diario o la revista Noticias denunciaban lo que en la actualidad todos dan por cierto, incluso ellos, incluso Cristina en el caso de López.

El escritor Dalmiro Sáenz (“un peronista desde la razón, no desde el corazón”, se definía) describía al peronismo como intrínsecamente traidor. Lo decía como elogio, como parte de la evolución de esa especie.

Alberto F., por ejemplo, estaría guiado por ese gen. Cuando se fue del gobierno se convirtió en un duro opositor. Luego se alió con Massa (quien también se convirtió en un duro opositor) y más recientemente con Randazzo (otro nuevo duro opositor), a quien fantasea unir con Massa. Algunos kirchneristas aseguran que también quisiera unirlos a ellos, y que todo vuelva a ser como antes, sin rencores ni facturas.

El cristinismo no ve mal esa idea, pero la considera difícil de digerir para los propios Massa y Randazzo tras los esfuerzos por separarse de su ex jefa. Tampoco ellos aceptarían una alianza: el primero ya avanzó demasiado en su armado con Stolbizer y el segundo entiende que perdería la diferenciación que logró como el único que se atreve a competir con Cristina en las PASO.

60% peronismo. Hay cuatro encuestadores que ya sondean resultados provinciales (M&F, González-Valladares, Analogías y Haime). Según ellos, la diáspora K conseguiría un 60% de votos. En algunas encuestas gana Massa, en otras Cristina. Randazzo obtendría entre 5 y 10%. Ninguna de las cuatro da ganador a los eventuales postulantes oficialistas (Esteban Bullrich y Gladys González).

Sea el 60%, o puntos más o menos, la cifra impacta si se ve como lo que es: la suma de candidatos surgidos del boom kirchnerista. La imagen de aquellas gestiones hoy no parece la mejor, según los propios encuestadores. Tampoco lo es la imagen que reflejan a diario la mayoría de los medios. 

Es cierto que los peronistas son expertos en el arte de la reproducción y en cambiar de piel para parecer otros, pero también es cierto que tras dos gestiones K, en 2011, un 54% de la sociedad vio aspectos buenos en Cristina para votar un tercer mandato kirchnerista. Algo hay en la forma de gestión del peronismo, en su relato, en sus resultados, que hace que el contrarrelato del latrocinio estructural y de la ineficacia económica no terminen de cuajar a fondo en grandes sectores sociales.

Eso parece tan así, como que hay otro amplio porcentaje de argentinos (¿el restante 40%?) que, incluso más allá de los Kirchner –aunque especialmente a partir de ellos– siente un rechazo atávico hacia el voto peronista. Estos son los que le interesan al Gobierno.

La mesa chica macrista cree que ese 60% peronista puede decir mucho sobre la sociedad, pero en cuanto a esta elección clave, lo que le importa no es la suma total, sino la dispersión. Estiman/desean que CFK no compita con Randazzo en las PASO, y que vayan con dos fórmulas distintas (o sea, uno de ellos por fuera del PJ): “Randazzo le sacaría votos a Cristina y Massa más a Cristina que a nosotros”, se ilusionan. 

Señalan que es prematuro hablar de intención de voto, por eso sus investigaciones todavía se centran en sondear las imágenes de los potenciales candidatos, propios y ajenos. Con todo, los encuestadores oficiales afirman que Cambiemos aparece por arriba de Cristina, y Cristina por arriba del resto: “Lo único que nos complicaría –sostiene uno de los ideólogos de la campaña– sería que Cristina vaya presa. Con ella en prisión, sería más difícil ganar”.

La escuela duranbarbista sostiene que la influencia de las ideologías y de los partidos argentinos desapareció. Y que sólo una pequeña proporción aún se reconoce peronista. Por las dudas, Macri no deja de mencionar a Perón cada vez que puede. Esta semana lo trató de “sabio” y hasta se mostró compungido con su muerte: “Tuvimos mala suerte con su salud”. 
Setenta años después, algunos pueden decir que los peronistas ya no existen. Pero que los hay los hay.

domingo, 26 de marzo de 2017

Argentinitis: la extracción de las piedras de la locura

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La extracción de la piedra de la locura, de El Bosco, es una de las pinturas más famosas del Museo del Prado. En ella se ve a un falso médico curar a un paciente de una supuesta demencia, haciendo que extrae de su cerebro una piedra que nunca estuvo allí. La de El Bosco es la más célebre de las tantas versiones pictóricas que tuvo la leyenda que describe la inocencia de unos y la charlatanería de otros.
Pero es cierto que los charlatanes suelen aparecer cuando los caminos de la razón no dan resultado. Y el problema de fondo que tiene el paciente del cuadro es la locura, o lo que en el 1500 se entendía como tal.
Los argentinos padecemos de una enfermedad que sufre la mayoría, pero especialmente el 33% pobre del país: la parálisis de los circuitos productivos de los últimos años. Nada nuevo. Hace más de cuatro décadas que los índices de pobreza no bajan del 25%. El kirchnerismo entregó el poder con el 29%. También en estas décadas se originó un nuevo sector social que hasta los 70 era tan insignificante que ni el liberalismo ni el marxismo se dignaron a estudiarlo demasiado: los marginales, una masa creciente de personas excluidas del mundo laboral que convive entre el delito, la droga y la miseria extrema.
Argentinitis es la extraña enfermedad de un pobre país rico para la cual la medicina tradicional no encuentra una cura definitiva.
Es esa desesperante contradicción entre la potencialidad de una nación y su dramática realidad la que propicia el curanderismo de relatos que aparentan ser de fondo y no tienen más de un centímetro de espesor. Luce como buceo de aguas profundas y es snorkel.
En los últimos días los falsos médicos nos tuvieron en vilo con debates que de su resolución parecería depender la extirpación del mal, pero en realidad son piedras de sus juegos de manos. El espectáculo interminable de las transmisiones en directo de piquetes y marchas de protesta, las novedades cotidianas sobre qué tan cerca están la prisión de Cristina o el acuerdo docente, el parte diario de Carrió sobre la ética de funcionarios y opositores, la guerra de actores K y anti K, el trascendente almuerzo de Mirtha Legrand con Macri y hasta el rumor de que alguien ya vio un helicóptero sobrevolando la Casa Rosada.
Imagínense que de cada uno de estos temas se pueden hacer, y se hicieron, más de veinte notas interesantísimas. Una fiesta para los periodistas si no fuera que vivimos acá.
La Argentina se convirtió en otra obra de El Bosco, su Jardín de las delicias, un espectáculo típico de sus escenas descabelladas con legisladores, jueces, vecinos,celebridades, piqueteros, empresarios, sindicalistas, intelectuales y algún que otro animal mitológico, transformados en panelistas de un Intratables nacional repetitivo y superficial.
Porque cuando una de cada tres personas está por debajo de la línea de pobreza y los engranajes de la economía no terminan de arrancar, podemos seguir hablando sin parar de los síntomas, pero curar la enfermedad es otra cosa.
La enfermedad son las crisis recurrentes y extremas de la Argentina. El enigma médico es cómo terminar con ellas.
Este gobierno apostó a que la primera medicina a probar se llama ajuste. Tener la prioridad de ordenar las cuentas públicas en medio de una recesión no es estrictamente lo que Keynes le receta al capitalismo, aunque sí suele ser el único camino que tienen las empresas privadas para no quebrar. Resulta lógico que viniendo de ese mundo, quienes conducen el país piensen que lo que funciona en un lado debería servir en el otro.
¿Tendrán razón y éste es el camino correcto? ¿Dejar que el mercado decante las industrias que no funcionan? ¿Abrir las importaciones para beneficiar a los consumidores y bajar los precios, aún a riesgo de perder a otros consumidores por el cierre de empresas que no logran competir? ¿Haber apostado al campo como primer motor del derrame económico derivando hacia allí miles de millones que generan brotes verdes, pero por ahora empeoran los resultados fiscales? ¿Multiplicar el endeudamiento nacional, una herramienta natural y keynesiana, pero capaz de hipotecar el futuro si se la usa para saldar cuentas corrientes? ¿Mantener altas tasas de referencia que intentan pisar la inflación, pero que relentizan la recuperación?
Habría que desconfiar de los que tienen respuestas asertivas y totales para cada pregunta, en especial tratándose de la economía, una ciencia tan endeble como la medicina. Pero es de la resolución de esos problemas de la que depende esta cura.
El Gobierno está convencido de que no sólo aplica la medicina justa, sino que esto significará el nacimiento de un desarrollo económico sustentable.

La idea no estaría dando el efecto buscado, aunque la mayoría cruza los dedos y toca madera a la espera de que este cirujano nos cure para siempre de esta argentinitis aguda que nos vuelve locos.

domingo, 19 de febrero de 2017

Macri: marketing anti Franco y los límites de la realidad


Cuando hace 15 años Mauricio Macri decidió lanzarse a la carrera política, supo que su principal escollo no era convencer a los argentinos sobre lo bien que podía hacerlo, sino de que era diferente a su padre, a pesar de llevar el mismo apellido.
Es que ese padre carga en sus espaldas con culpas propias, vinculadas con un crecimiento económico siempre ligado al poder de turno, en especial al menemismo; con la baja estima que en este país tienen los ricos en general y los empresarios en particular; y con su histórica alta exposición mediática a raíz de su buena vida y de sus jóvenes parejas.
Ya las primeras encuestas le marcaban eso a Mauricio: ser un Macri en la Argentina parecía un escollo insalvable para ser votado por una mayoría.
Al empezar a trabajar con él, una de las máximas preocupaciones de Jaime Durán Barba era la alta imagen negativa que tenía el pichón de candidato. El apellido era sin dudas un problema, pero tenían a favor que el vínculo entre padre e hijo nunca fue excelente. Mantenían sí el amor inquebrantable de la relación y los negocios que volvieron ricos a ambos.
Pero los celos absurdos, la lucha de egos y las denuncias cruzadas (de Franco acusando a su hijo de pretender quedarse con la empresa, de Mauricio diciendo que su padre jamás le permitió crecer dentro del grupo) la tornaron conflictiva.
Eso, que para padre e hijo resultaba un trauma, para sus consultores era una bendición. No sólo nunca intentaron encubrir esa tirantez, sino que celebraban hacerla público. Pero sólo la tirantez, no los negocios en común.
A tal punto eso fue así, que se exageró cuanto se pudo la disfuncionalidad parental. Durante el kirchnerismo, Franco se cansó de hablar maravillas de los Kirchner (no le costaba demasiado, porque siempre dijo que los empresarios deben ser oficialistas). Incluso llegó a afirmar que no le gustaba que su hijo fuera presidente y que, en cambio, se imaginaba un país gobernado por La Cámpora.
Cuanto más crecía la percepción mediática de que los dos Macri eran bien distintos, más subía la imagen positiva del candidato.En cada campaña, Mauricio perdía su apellido en los carteles y en los actos, para alejarse de la marca de fábrica y para alivianar su imagen de empresario conservador (en la misma dirección, se sacaría los bigotes y la corbata). Lo único que importaba era convencer a todos de que la relación entre padre e hijo, no era mala, sino peor. Y que no compartían ni ideología ni riqueza.
Difícil saber qué tan sinceros fueron y son esos enfrentamientos, pero lo cierto es que le fueron funcionales al ascenso político de Mauricio Macri y nunca inhabilitaron sus partidas de bridge ni el cariño inalterable entre ambos.
Los K se dieron cuenta de la estrategia e intentaron imponer la idea de que “Mauricio es Macri”, pero su propia credibilidad no se los permitió. Y Mauricio, que es Macri por supuesto, llegó a la presidencia de la Nación como si no lo fuera.
Pero como al príncipe Hamlet, el fantasma del padre de Mauricio también se le viene apareciendo desde que está en la Casa Rosada. Primero fue con los Panamá Papers. Ahora con el acuerdo económico entre su gobierno y el ex Correo ArgentinoEra inevitable que eso sucediera y es seguro que volverá a ocurrir.
El desafío ya no será convencer a la sociedad de lo distinto que son padre e hijo, sino responder a cada sospecha con las pruebas que acrediten que ni la familiaridad ni los negocios tornan incompatibles sus actos de gobierno.

sábado, 28 de enero de 2017

Alfredo Yabrán: una investigación solitaria



Siempre se dice que cuando NOTICIAS comenzó a investigar a Yabrán en 1991, nadie lo conocía.
Bueno, eso no es cierto.
Alfredo Yabrán era un nombre bien conocido por los distintos gobiernos que se sucedieron en la Argentina desde la dictadura militar de 1976, el radicalismo de Raúl Alfonsín y el peronismo de Carlos Menem. Todos ellos intentaron interceder por él cuando iniciamos las primeras averiguaciones desde esta redacción.
También los jefes de la Iglesia Católica lo conocían bien: la primera vez que lo entrevistamos en off the record nos recibió, junto a la directora de NOTICIAS de aquel entonces, Teresa Pacitti, en una sede eclesiástica rodeado de banderas vaticanas.
Y los medios también sabían de él. Sólo que evitaban escribir lo que sabían: un chiste de la época decía que si en las computadoras de un importante diario se escribía la palabra Yabrán, el sistema lo borraba automáticamente. Fantasías.
Aunque es cierto que si un equipo de tres periodistas que integrábamos con Alfredo Gutiérrez y Fernando Amato pudo en aquel 1991 empezar a desenredar la madeja de sociedades ocultas, dinero en negro, acuerdos políticos y aprietes a los competidores, cómo no lo iban a hacer mejor que nosotros redacciones diez veces más grandes. Si en aquella primera nota se pudieron conseguir imágenes bastante actualizadas de él, por qué se tardarían cuatro años más en obtener una imagen nueva de Yabrán mirando los fuegos artificiales que él había pagado en las playas de Pinamar. Fue en 1995 y el fotógrafo que logró la toma fue Patricio Haimovich. Un fotógrafo de NOTICIAS, no de otro medio.
Y fue desde esta misma revista, con la cámara de José Luis Cabezas y la investigación de Gabriel Michi, que se lo fotografió una vez más en el verano de 1996.
En todos esos años en los que se avanzó con decenas de notas y tapas en revelar la trama de complicidades económicas y políticas de esa red mafiosa, sufrimos disparos, amenazas y la peor de las tragedias, pero nunca corrimos el riesgo de que otros medios se nos adelantaran con sus investigaciones. Lo entrevisté tres veces a Yabrán, me lo repetía siempre: “Si a nadie le importo yo, por qué soy tan importante para ustedes”. Y otra vez fue más directo: “Nadie tiene una foto mía. Sacarme una foto es como pegarme un tiro acá”, mientras se señalaba la frente.
De verdad nos sentimos muy solos.
Todo eso cambió después del asesinato de José Luis. Políticos, jueces, empresarios y dirigentes sociales se acercaron a brindarnos su consuelo. Nos vino muy bien. Y fue esencial el apoyo de nuestros colegas y el espacio que todos los medios le dieron al crimen, desde el primer día y hasta el fallo que condenó a los asesinos.
Gracias a ellos y a la presión social que se generó durante años en las calles de todo el país con las marchas y la imagen de los ojos de Cabezas repetida hasta en el último rincón, se pudo llegar a la verdad y marcó un límite futuro para ese tipo de violencia.
Pero hay una pregunta dolorosa que desde hace 20 años nos repetimos en silencio. Ya se la deben imaginar. Qué habría ocurrido si en lugar de unos tipos solos con recursos limitados, hubiera sido el poder del Estado, de la Justicia y la observación crítica de los medios los que pusieran en la mira desde el principio a Alfredo Yabrán.
¿Hubiera sido otra la historia?
La sola posibilidad de que la respuesta fuera sí, nos confronta no con políticos, dirigentes, jueces y colegas, sino con nosotros mismos, con esa capacidad que tuvimos, volveríamos a tener y tenemos hoy, de mirar hacia otro lado. Hasta que es demasiado tarde.